El impulso nómada by Jordi Esteva

El impulso nómada by Jordi Esteva

autor:Jordi Esteva [Esteva, Jordi]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Divulgación, Memorias, Viajes
editor: ePubLibre
publicado: 2021-10-01T00:00:00+00:00


No permanecimos mucho tiempo en el Blue Nile Club porque el general tuvo un repentino acceso de aquella fiebre palúdica que le regresaba con recurrencia desde sus años de prisión en el sur del Sudán. Unos días después Kibeida marchó a los Emiratos por negocios y encomendó a Isham que cuidara de mí. Le dije que me sentía solo en el apartamento de la oficina y prefería mudarme a un lugar en el que pudiera hablar con la gente. Me sugirió que me trasladara al albergue de la universidad, unos sencillos barracones en una gran explanada atravesada por las vías del tren de Port Sudán. En aquel lugar crecían unos grandes arbustos con frutos en forma de pequeño balón verde cuya savia, como no paraban de advertirme «era muy venenosa e incluso podía quemarte los ojos».

En el albergue universitario había muchos refugiados de los países limítrofes: ugandeses, eritreos y sobre todo etíopes. Adam, Gayton y Bashe Bayene fueron mis amigos. Todos esperaban el visado para viajar a Holanda o Alemania, que en aquellos tiempos tenían leyes más permisivas para los refugiados. Cada poco y sin avisar, se iba alguno. Se sabía por los zapatos. No fallaba. Cuando compraban zapatos nuevos, desaparecían a medianoche.

Recuerdo a un grupo numeroso de estudiantes egipcios que habían ido a Jartum porque allí les resultaba más fácil aprobar los cursos que se les resistían en su país. Al igual que la mayoría de sus compatriotas, se comportaban con prepotencia con los sudaneses. También había algún mochilero despistado que pretendía continuar hacia el sur y se veía perdido en la inmensa trampa del Sudán, porque los permisos para viajar por el interior del país eran difíciles de conseguir, ya que se necesitaban salvoconductos, y las comunicaciones en barcazas por el Nilo eran complicadas. A menudo se interrumpían los servicios durante semanas, e incluso meses, en el lugar más inesperado por falta de alguna pieza de recambio. En las zonas desérticas, se viajaba sobre sacos de cemento en las cajas de los camiones Bedford sin otra protección que un gran pañuelo a modo de turbante que cubría media cara para resguardarse del sol y de la arena arrastrada por el viento.

Jartum me cautivó tanto que olvidé por un tiempo la idea de viajar al sur al encuentro de Jacinto. Cada viernes asistía con Isham al ritual de los derviches de Omdurman. En aquellos años, la ciudad aún no había engullido la llanura desértica en la que se levantaba el elegante mausoleo de Cheij Hamad el Nil, líder sufí de la cofradía qadiriyah. Los viernes por la tarde, bajo un sol de justicia, la gente atravesaba la gran explanada para llegar al vasto cementerio junto al santuario. Muchos portaban las banderas verdes del islam y algunos lucían dreadlocks como los rastafaris. Llegados a la tumba se disponían en círculo y, a la orden de un cheij, comenzaba la percusión hipnótica y los fieles evolucionaban con ritmo. A bastonazos, un oficiante trataba de impedir que los asistentes enfervorecidos invadieran el perímetro donde se celebraba el ritual.



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